Un cohecho artístico
Apostillas a un juego de postales. Ingreso al relato virtual de este proyecto a través de la segunda de las ambivalencias dos veces sugeridas por su título. Un juego de palabras que pareciera agotarse en la provocadora tensión así establecida entre corrupción política y cooperación artística.
Apostillas a un juego de postales.
Ingreso al relato virtual de este proyecto a través de la segunda de las ambivalencias dos veces sugeridas por su título. Un juego de palabras que pareciera agotarse en la provocadora tensión así establecida entre corrupción política y cooperación artística.
Pero según los diccionarios en uso la palabra “cohecho” significa tanto “la acción y efecto de sobornar a un funcionario público”, como la de “alzar el barbecho o dar a la tierra la última vuelta antes de sembrarla”. La tierra que se ha mantenido eriaza y es de ese modo convocada otra vez a la fertilidad. Va implícito en ello una idea cósmica de agitación y revuelta, de revolución y retorno, articulada aquí desde los tópicos complementarios de la alimentación y de lo sagrado. El cuerpo físico y metafísico de una sociedad que en los últimos años pierde y reencuentra su alma artística –tal vez su alma a secas- en los laberintos de una historia mas profanada que profana.
La alimentación y lo sagrado. La religión y la política, por decirlo inversa y demasiado llanamente. Quisiera ver en las propuestas de Raúl Flores y Hugo Vidal las simultáneas marcas de una inmediatez y una gravedad nuevas recuperadas por cierta plástica porteña. Marcas paradójicamente inscriptas en la ligereza aparente de sus materiales y materias…………
……….Una esteticidad, un esteticismo: una economía simbólica. Se trata de restablecer el vínculo perdido entre ambas categorías, el lazo de significaciones reprimidas por ciertos discursos dominantes en la plástica porteña. “Dios se mueve entre los cacharros”, decía Santa Teresa de Jesús. También entre las golosinas baratas, la vajilla popular, los cubremesas sintéticos. Y en el inusitado goce formal de todo ello, en su recuperación libidinal para una comunidad a la que se pretende despojada de iconos y de sentidos.
De sus más sentidos iconos. San Cayetano es ciertamente uno de ellos, como cada 7 de agosto lo demuestran las impresionantes manifestaciones de fe –la mayor expresión religiosa del país- en que multitudes se congregan solicitando su mediación divina para obtener y conservar trabajo. En ese doble registro de lo simbólico –temporal y sagrado- intentan también ubicarse las postales de Hugo Vidal, que sin embargo deben entenderse en la secuencia de un proceso artístico mas amplio.
El proceso de recuperación cultural de una referencialidad perdida por sobreexposición antes que por oscurecimiento.. Como esa emblemática política integrada hace algunos años a los discursos iconográficos de la moda bajo marcas comerciales de nombres tan elocuentes como “Soviet” o “Apolitic”: sus rutilantes estrellas de cinco puntas expuestas en triunfo sobre el kremlin de cierta elegancia porteña en el sofisticado cruce de la calle Florida y la avenida Córdoba. Tendencia internacional que en la Argentina adquiere algunos de sus visos mas siniestros, por la densidad y la tragedia de una historia aún demasiado reciente.
Pero tal desligamiento de significados significantes es también una potencial liberación de formas. “Me animo a manipular lo ya manipulado”, explica el autor al iniciar un recorrido de obras cuyo connotativo tránsito va de lo roto a lo fragmentario, y de ambas categorías a lo recompuesto. Vidal empieza por evidenciar el perfil de los pañuelos pañales de las Madres de Plaza de Mayo en los cortes de trozos sueltos de platos quebrados, ese significante tradicional de la rabia femenina, pero también de cuentas pendientes y deudas por adjudicar ( ¿quién paga los platos rotos? ). Luego acumula los mismos elementos para lograr la imagen reconfigurada de una estrella bolchevique.
Pedazos que rearticulan un todo, sin atenuar las tangibles y dramáticas señas de su carácter reconstruido, exaltando mas bien la formalidad misma de los quiebres que constituyen la precaria unidad nueva. Una unidad literalmente utópica, sin lugar visible en el espacio pero presente en cierta vaga dimensión temporal de lo simbólico. No es el retorno a un todo original y orgánico, acaso primordial, lo que allí se pone en escena, sino el milagro de la recomposición, la reunión de los fragmentos.
Según algunas etimologías la palabra “religión” viene de religare. Y aunque sin aún cobrar conciencia de ello, el artista moviliza así, desde los extramuros de la fe, energías de tipo religioso. Dolorosas experiencias personales y cuestionamientos políticos lo llevarían luego a reconocer y amagar esos linderos. Explota entonces las connotaciones místicas de la emblemática utilizada y desemboca en el fenómeno masivo de la veneración a San Cayetano: el “santo estrella” de la Argentina (como el propio Vidal lo califica), radicalmente identificado con las espigas de trigo siempre presentes en su iconografía, así como la hoy urgente demanda social de “pan y trabajo”. Es el nombre de la revista de la congregación que administra su culto, resumiendo en esa consigna los atributos nuevos que el santo italiano reveladoramente adquiere sólo de este lado del Atlántico. Pero se trata también del lema con el que –durante la depresión de los años treinta- la Manifestación pintada por Antonio Berni invierte y da respuesta al título de un cuadro fundador para la historia de la reflexión social en el arte argentino, el célebre lienzo realizado por De La Cárcova a fines del siglo pasado.
En un gesto todavía desplazado, Vidal adhiere la reproducción de Sin pan y sin trabajo sobre un plato a cuyo costado exhibe otro blanco y vacío. Blanco y radiante: una misteriosa alusión simbólica se insinúa ya tras este señalamiento material de la actualidad faltante en las políticas del hambre y del arte. Dimensión que inmediatamente otra obra torna explícita, al superponer un típico cuadrito de San Cayetano –recogido de la cocina del hogar materno, donde presidió las comidas de la infancia del artista- y un plato similar rodeado por una constelación de estrellas. Su alba y circular presencia queda así oblicuamente convertida en aureola.
Identidad finalmente asumida de modo pleno cuando el artista decide adquirir una estatua del santo y reemplazar su halo de bronce con un hoy excepcional plato de loza gruesa muy popular durante los peronistas años cuarenta y cincuenta.
Argentina era considerada entonces “el granero del mundo”, y el borde exterior de esta vajilla se ve precisamente circundado por un relieve de espigas de trigo. Decorativo detalle de fabricación que aquí ofrece un inusitado valor otro al inevitablemente relacionarse con el atributo principal de San Cayetano. Condensaciones y desplazamientos en los que la fusión de significantes funda significados nuevos.
Esta notable síntesis plástica adquiere una densidad adicional en el contraste entre las dos postales de Vidal. La primera de ellas – Instrumento del milagro- ofrece el registro de la mínima pero crucial intervención sobre la figura del santo. La segunda, en cambio, superpone el gran plato vacío sobre la parte superior del rostro del propio artista, a la altura precisa en que se suele ubicar el halo tras la cabeza de la imagen sacra.
La identidad del autor ( Autor-retrato es el subtítulo de la pieza ) se ve así eclipsada en un juego que acentúa cierto vago parecido con la semblanza estereotipada de San Cayetano. Pero que al mismo tiempo radicalmente personaliza la demanda implícita en el primer plano otorgado a ese gran plato vacío. Por sobre todas las cosas, reza el título de esta compleja imagen, donde la imposición de la fe lo es también del hambre y de su reclamo – como podría subrayarlo el punctum sugerido por ese ligero pero disonante desprendimiento de la porcelana en el borde de la vajilla. La fragilidad de ciertas aureolas.
La perdurabilidad de ciertas auras. Vidal logra una materialidad simbólica de formas y sentidos, dotando de visualidad tangible, de tactibilidad incluso, a la abstracción del aura. Se muestra así cercano a la sensibilidad popular que tradicionalmente exige la inmediatez de un acceso sensorial a la experiencia de lo sagrado, mediante la representación explícita –incluso ostentosa- de nimbos, halos, potencias y destellos.
Sin embargo Walter Benjamin nos recuerda que el aura no está en la imagen sino en el ritual que la incorpora a un valor de culto. Intuitivamente ubicado en esa línea, Vidal trabaja tanto sobre el icono mismo como sobre su circulación. Es precisamente durante las fechas centrales de la veneración a San Cayetano que el artista compra la efigie y la modifica para de inmediato exhibirla en el Centro Cultural de la Recoleta, de donde la retira por unas horas el día 7 de agosto de 1996, trasladándola luego al entorno de su santuario, donde se suma al casi millón de fieles que allí se congregan portando imágenes parecidas. Al ser luego devuelta al recinto museográfico, la estatua porta las tradicionales siete espigas de tribu distribuidas en la procesión: la señal carismática del tránsito de un espacio artístico a un espacio religioso que es sin embargo también político. Desplazamientos sobre los que Vidal construye la experiencia utópica de un aura nueva, numinosa también en su postergada dimensión social.
El instrumento del milagro.
La idea del desplazamiento va precisamente inscripta en el propio formato postal de estas imágenes. Las postales de Vidal parecen relacionarse a las estampas religiosas que innumerables niños ofrecen a cambio de una limosna en los trenes subterráneos y suburbanos de Buenos Aires.
Como aquellos que comunican al próspero centro financiero y político de la ciudad con los barrios populares que la circundan, en un recorrido precisamente mediado por el santuario de San Cayetano en el distrito de Liniers: desde las puertas posteriores de la iglesia puede verse el tráfico cercano de los vehículos que recorren la avenida General Paz. Es también el recorrido del artista, quien reside a pocas cuadras pero del otro lado de esa frontera –política, social, psicológica- entre la capital y la provincia. Una experiencia cotidiana de convivencia con el impresionante deterioro de los vagones y la diferencia étnica de los pasajeros, no tan oscuros como oscurecidos por el racismo porteño: la otra cara del Buenos Aires, que se quiere cosmopolita y europeo. Otra cara también de la ciudad misma, revelada durante ese trayecto en sus descuidados patios traseros y en sus ruinas y en sus baldíos que alguna vez fueron casas o fábricas, pero hoy subsisten apenas como pizarrones de innumerables y contestatarios grafitis, enmarcados por la mirada que los recorre desde las ventanas rotas del ferrocarril.
Es también la mirada del artista. Bajo la luz fragmentaria de esa sombra en movimiento debieran ser percibidas las postales de Vidal: a ambivalencia de imágenes y desplazamientos anunciada desde su fabricación misma, cuando una de ellas fue colgada por los operarios de la imprenta al lado de la estampa oficial de San Cayetano que ejerce su influencia benefactora sobre el taller y los que allí laboran.
Finalmente este juego de postales es también un juego de ambivalencias superpuestas sobre el que sesgadamente se construye una reflexión mayor. La metáfora delictiva que reúne a estas piezas se ve autorizada por una operatividad artística que revierte -minimamente pero en sus propios términos- la corrupción y el falseamiento hoy convertidos en imperativo cultural de la época. Tal podría ser el primer y último significado de este “cohecho artístico”: la complicidad tejida mediante apropiaciones ligeramente inapropiadas de símbolos patrios y religiosos para reconstruir valores y sentidos en medio de la generalizada malversación simbólica de nuestros tiempos.